viernes, 10 de diciembre de 2010

Por: Sergio Infante

Se dice, por ahí, que cuando en 1967 Mario Vargas Llosa ganó el premio de la crítica, en España, y el Rómulo Gallegos, de Venezuela, por La casa verde, Pilar Serrano, la mujer de José Donoso, le habría dicho al galardonado: “Ya va siendo hora de que te saques ese jopo, Varguitas”. Es difícil saber cuál fue la intención de la esposa del novelista chileno. ¿Una forma de decir, medio en broma, a Vargas Llosa que había alcanzado la madurez como escritor y que ese peinado juvenil se había vuelto anacrónico? ¿O con secreta envidia, porque a su Pepe no le llegaba la gloria de forma tan vertiginosa como a Varguitas, le salió una agresividad sazonada con un solapado clasismo que consideraba medio punga ese jopo azabache? ¿O habrá querido Pilar bajarlo del Parnaso con una pesadez, obrando muy a la chilena? Esto último tiene ciertos indicios, años más tarde Vargas Llosa escribiría un artículo sobre la tendencia a aplastar, difamar y poner trabas a toda persona que se destacara. Le parecía un defecto latinoamericano, que el bautizó como “imbunchismo”. El término estaba inspirado en el nombre de un ser mítico del archipiélago de Chiloé, en Chile, el Inbunche, que los brujos mantienen atado y con todos los orificios bien cosidos. Pero quizá no sea más que una conjetura relacionar aquellas recomendaciones por el jopo con el artículo antiembunchista.

Más seguro resulta constatar que con los años el pelo de Vargas Llosas fue cambiando. No solo porque el paso del tiempo trajo la merma cabelluda y las canas que fueron desdibujando el jopo sobre la frente, sino también porque el cambio del pelo ideológico que se fue dando en el escritor peruano acentuó las diferencias entre el joven arequipeño con su peinado provinciano y el señor que se autoproclamó ciudadano del mundo en el Aula Magna de la Universidad de Estocolmo en 2006, entre el joven izquierdista y el caballero neoliberal, entre esa sonrisa simpáticamente caballuna dirigida a los revolucionarios y esa nariz que ahora se le arrisca como si esos mismos revolucionarios apestaran. Parecen dos personas distintas a las que el jopo y su ausencia emblematizan respectivamente.

Ahora bien, el premio Nobel no lo reciben aquellas dos personas por separados, sino una vida que, independientemente de los cambios ideológicos que haya experimentado, está cruzada por una fidelidad hacia la literatura, a ultranza. Allí está todo el tesón y todo el talento, la magnífica narrativa de Vargas Llosa. Eso es lo que va a trascender de esa vida.

Es cierto que al variar las formas de pensar y de actuar políticamente, varían también las obras. Así no son iguales La ciudad y los perros que Pantaleón y las visitadoras, Conversación en La catedral que Historia de Mayta, La casa verde que La guerra de fin de mundo o Lituma en los Andes, pero en todas están los desvelos por el Perú o la inquietud por lo humano, expresados con un oficio impecable. Eso es lo que ha premiado la Academia sueca este 2010.

Entonces, perdonémosle a Vargas Llosa el no pensar del mismo modo que nosotros. ¿Acaso, en el fondo, no se lo hemos aceptado a Quevedo, a Balzac, a Celine, a Pound, a Borges, al lado de los cuales el derechismo del escritor peruano es una pata de jaiba? Perdonémoselo y saludemos su Nobel con una novela suya en la mano. Alegrémonos por Varguitas y su jopo. Saquémonos el sombrero ante don Mario.