martes, 11 de septiembre de 2012


(Fotoperformance Eli Neira, registro María de los Angeles Sanchez.
Locación: Ex Maestranza de San Bernardo)

LOS SOLDADOS DEL DÍA A DÍA Y LA DICTADURA DEL SUEÑO PATRIARCALMENTE PATRIÓTICO
     Por: Mamá Porno

       -  “Mijita, vaya a llenarme la botella con agua para rociar la ropa”

Esta era la típica frase dominguera de Hortensia, la madre de una amiga mía, la Blanquita, chica que al igual que yo, nació por allá por los 70.

Blanca me cuenta que, cuando ya daban las siete de la tarde, y mientras los más chicos en su casa chilena disfrutaban como cerdos en barrial de las últimas escenas del Jappening con Já, su madre se instalaba por horas a planchar uniformes: uniformes de colegio y uniformes militares. Su madre no era planchadora de profesión, sino un ama de casa de clase media (no tan) respetable, de esas que abundaban cuando ella creció. La diferencia estaba quizás en que Hortensia era algo peculiar, o más bien, a ella le había ocurrido algo un tanto fuera de lo común: su hijo mayor se había ido exiliado, mientras que su marido era partícipe –queriéndolo o no-, de uno de los periodos más terribles de la historia de Chile, el golpe militar (o “pronunciamiento militar”, como a algunos fachos se les ocurrió que se podía bautizar). Mi amiga, inocente de todo mal por aquel entonces, tenía prohibido contar en la escuela que su hermano mayor se había ido a las tierras de Abba y el premio Nobel; tampoco podía contar que su padre era milico. Cosas de grandes, pensaba ella: “Si me dicen que muera en la rueda yo lo hago”.

Por cierto ella intuía que en todo esto había ‘perro enterrado’. Algo olía muy pero muy mal. En casa, cada vez que se escuchaba la palabra dictadura sentía Blanca como si un sablazo hubiese cortando el aire. “Volaban plumas”, me ha contado, sobretodo porque la palabra dictadura salía disparada por los aires justamente después de algún atentado con bombazo incluido, cuando la ciudad se quedaba completamente a oscuras. A veces, jolines, justo antes de los bombazos, el canal de televisión era intervenido: “entonces aparecía la cortina de inicio de la famosa Radio Pirata, que con la canción Sube a nacer conmigo hermano de Los Jaivas, contaba cosas que yo no entendía, pero que me dejaban helada. Luego en la calle se escuchaba gente que gritaba y cantaba, y que con ollas salía a la calle, mientras mi padre, un tanto consternado, nos decía a mi madre y a mí que no nos asomáramos, y que saldría a poner candado al portón”. Por aquella época mi amiga se enteró también de que en su casa había un revólver y que en una cajita de fósforos, escondida en el velador, su padre tenía guardadas unas balas.

“Mentiría si dijera que el uniforme de mi padre era el de un revolucionario a lo Ché, y que mi madre al venerarlo hubiese sido la mujer de un héroe. La verdad es otra, menos romántica”, cuenta ella.

Los padres de Blanca, Tristán y Hortensia, se conocieron por allá por los años cuarenta. Ella de Los Andes; él, capitalino apostado en esa zona debido a que estaba haciendo el servicio militar. Ambos eran muy jóvenes cuando se conocieron; y esa misma juventud y esos ímpetus, les transformaron en padres cuando él apenas había cumplido la mayoría de edad; Hortensia era prácticamente una niña. Tristán, de familia pobre e infancia muy precaria, no pudo terminar la escuela antes de empinarse el uniforme. En otras palabras, la ideología militar en su cabeza era lika med noll. Con suerte le gustaba ver tiras cómicas sobre boxeadores, y más sabía de armas por novelas de pistoleros que por afán de defender a la patria. Ya una vez siendo cabo pudo terminar la enseñanza media, pero por cuenta propia, llevándose a la escuela nocturna incluso a muchos de sus compañeros. “¿Sería acaso un atisbo de sentido de justicia social?”, se pregunta mi amiga. “Francamente creo que él jamás quiso ser milico. Detestaba que le dijeran lo que tenía que hacer, y a mí me enseñó a cuestionarlo todo. Siempre me decía: ‘nunca hagas nada sin saber la razón por la que tienes que hacerlo’. Mi madre por otro lado, hija como era de una época en que las mujeres tenían que seguir en todo a sus maridos, poco se enteraba de lo que ocurría fuera de casa por aquella época. Mi padre tampoco contaba, no podía”.

Así más o menos va la historia de Blanca y la de sus padres. Para muchos quizás nada especial. Para mí particularmente conmovedora, porque me cuesta ponerme en el pellejo de Hortensia, una mujer cuya alma debe haber estado habitada por el gusano de la inquietud y de la angustia. Joder, ¿Cómo conciliar una vida normal con el tormento de tener habitando en casa a dos Chiles tan distintos? ¿Cuántas tardes de domingo debe haber estado Hortensia pensando, callada y sumisamente, en el paradero de su hijo? ¿Cómo soporta una mujer el yugo de tener que plancharle las camisas a un hombre cuyos “deberes laborales” deben haberle llevado a cometer una decena de cosas horribles? ¿Lo sabía siquiera?

Así como hay Hortensias a un lado de la frontera también las hay del otro lado. Ese es el caso de otra mujer que vine a conocer hace un par de años. Se trata de Eugenia, una chilena que salió casada y exiliada de Chile junto a un militante de izquierda, Enrique, rumbo a un país europeo de cuyo nombre no quiero acordarme. Eugenia, simpatizante hasta la médula de los ideales de Allende, dejó el terruño a los 24 años, con un hijo todavía en pañales y uno de tres años. Contrarios como obviamente lo eran ella y su marido a la dictadura militar, se pasaron los primeros años del exilio tramando el regreso. El tiempo pasaba, los niños crecían, el sueño de volver podía concretarse, pero por desgracia no para Eugenia: a ella le iba tocar quedarse al cuidado de los hijos, mientras su marido, ingresando por la cordillera a Chile, conseguiría reunirse con sus compañeros para derrocar al dictador. La despedida entre ellos fue horrenda. Eugenia sentía que le amputaban los brazos, condenada como estaba a no poder seguir los ideales libertarios.

Pasados unos meses, y como casi era de esperarse, Eugenia recibió la irrevocable noticia: a su marido lo habían descubierto y ejecutado sin derecho a alegato; y así, los hijos de Eugenia y Enrique perdieron en el lapso de unos pocos años, a su patria y a su padre.

Frente a estas historias me pregunto por todos aquellos que no alcanzan a figurar en el ideario colectivo sobre los héros patrios ¿Por qué no reconocer, que en estas materias tan ‘decisivas para la humanidad toda’ los que pierden son siempre las mismos: las mujeres? ¿Por qué el ir tras un ideal de patria ha de tener tan nefastas consecuencias para quienes con sus entrañas y su corazón proveen al mundo de carne de cañón?

En la trinchera del día a día, aquella que implica cuidar de los hijos, sufrir y penar por ellos, los verdaderos soldados siguen siendo los mismos, y esos soldados, sin más uniforme que el que otorga la misma piel, han tenido y siguen teniendo, casi siempre, nombre de mujer: esos son para mí los verdaderos militantes.

 “Dios mío”, musito cuando pienso en todo esto en voz baja sin siquiera ser cristiana. ¡Tanto sufrimiento, tanta indefensión! Uniformes los hay de todo tipo. Algunos te llevarán a dejar a tus propios hijos para ir a luchar por una causa sentenciada a muerte desde el inicio. Otros te obligarán a hacer de oídos sordos cuando se torture a tus propios retoños. Ojalá el día que te acorralen puedas decir, sin embargo, que tu verdadera patria, fue tu casa.