miércoles, 30 de enero de 2013


Por: Mamá Porno

Llegó el famoso 21 de diciembre, y pasó. Y no pasó nada. Convengamos que ya todos sospechábamos que así iba a ser. Desde las primeras horas del famoso día –y era 21 de diciembre hacía horas en otras latitudes– cuando nos levantamos y comprobamos que todo estaba igual, no nos sorprendió mucho. De ese día, lo más memorable fue toda la sarta de chistes y comentarios, unos más ingeniosos que otros, que aparecieron en el feis. Lo demás… lo sabíamos: na’ de na’. Así que todos contentos, y a la calle con la fuerte sensación de que ese día más que ningún otro formábamos parte de la aldea global, digo, porque de norte a sur y de este a oeste, todos hablábamos de la misma pelotudez. ¡Qué chico se ha vuelto el mundo!

Pero no todos estábamos de joda los días post-apocalipsis. A algunos seres sensibles como yo, acá donde me ven, nos quedaron dando vueltas algunas reflexiones y la firme certeza de que tal vez el mundo sí tenía que terminarse, después de todo. Porque, honestamente, ¿qué carajo nos dejó “haber sobrevivido”? ¿Acaso cambió algo? Durante escasos días la gente anduvo buena y feliz, agradecida porque la tierra seguía bobamente su rotación y su traslación y porque no hubo ni Juicio Final, ni Sodoma y Gomorra, ni Diluvio, ni plagas de insectos. El 24 todos con sus pilchas nuevas, su bling- bling y a morfar pantagruélicamente para levantarnos al otro día rodeados de regalos navideños –probablemente nada que necesitemos ni nos brinde siquiera un cachito más de felicidad ¡o PAZ..! Y después, ¿qué? Quién se preparó para que no pasara nada y el mundo siguiera exactamente igual a como estaba antes, es decir, para el ORTO, acepción de la palabra no contemplada por la Real Academia, atención, pero que significa CULO. 

Yo, por eso, decidí que si el Juicio Final no venía a mí, como la montaña a Mahoma, iba a ir yo a buscarlo, o sea, si el mundo no se había terminado solito, lo iba a tener que destruir yo misma.  Entendí que la estrategia en pos del apocalipsis debía empezar por mí misma, como ocurre siempre con los cambios. Aprovechando que los días posteriores al no-final del mundo mi cuerpito físico se hallaba en latitudes cálidas, por no decir calientes, empecé por darme durante el día unas mansas exposiciones al sol, sol sin capa de ozono, con garantía de cáncer certificada. Durante las noches, acompañada por el calor humano de amigos, familiares y otros seres que no entran en ninguna categoría fácil de definir y/o explicar, me entregué a casi todo lo que se iba presentando, sin discernir mucho, porque el discernimiento no cabía en la lógica apocalíptica que había decidido aplicar. La gente se presenta en la vida de una con tantas formas diversas de intenciones, ¡y algunas eran tan aplicables a mi propósito destructivo! Algunas sustancias de esas que embriagan los sentidos en variopintas direcciones contribuyeron a que yo pudiera pasar varios días de un contacto con el mundo que, digamos, a veces era como estar caminando por nubes rosadas y a veces se parecía mucho a lo que yo me imaginaba era la destrucción de mi pequeño mundo.

La siguiente estrategia que puse en marcha fue la de la honestidad brutal. Para empezar a crear el caos apocalíptico a mi alrededor, decidí decirle a todo el mundo exactamente lo que pensaba de todo. Al verdulero le dije que era un ladrón y que la mitad de los tomates que le vendía a la gente estaban picados. A la almacenera de la esquina le di claramente a entender que todo lo cobraba tres veces más caro y que detrás de su batón de viejita inocente se escondía una zorra. Al taxista le dije –pero recién cuando me bajaba del coche– que era un baboso y que bajo ninguna otra circunstancia le dirigiría la palabra. A esa ex-compañera del colegio que apareció haciéndose la simpática le dije que era una falsa y que igual yo tampoco nunca la había soportado. A mi tía le dije que todos en la familia sabíamos que era una cornuda y a mi prima le dije que todos en la familia sabíamos que su marido era un cornudo porque ella se tiraba al que se prestara. A mis amigas les dije una por una lo que pensaba: gorda, vieja, ese corte de pelo te queda horrible, tu novio es un imbécil, tu jefe te explota, frustrada, mala onda, loca histérica, retrógrada, vaga, maldita burguesa, hippie mugrienta, madre posesiva, frígida, etc. A un ex-amante le expliqué que nunca me gustó acostarme con él, y a otro que lo único que me interesaba de él era encontrármelo en la cama. A la pregunta “¿qué tal?” siempre contestaba la verdad verdadera del momento, a los que mentían “qué lindo verte”, les decía en la cara “me estás mintiendo” y a los que decían “feliz año” les daba una lista detallada de todas las razones por las cuales NO iba a ser un feliz año para nadie.

Durante una semana anduve así por la vida post-diluviana, destruyendo mi cuerpo, mi cerebro, tratando de crear caos entre la gente, tratando de aportarle algo a la Pachamama para que de una vez por todas se decida ¡y este mundo cese de existir! Pero no porque yo no ame la vida, sino porque mi amor por ella no alcanza para toda la locura que la arruina irremediablemente… Estaba muy enojada y convencida de que mi energía negativa tenía que difundirse para provocar un cambio. Era una acción de protesta, solo que yo era la única que protestaba. 

Mi campaña solitaria hacia la destrucción iba así, hasta que un buen día el cuerpito ya no me respondió, un buen día que yo intenté firmemente levantarme del sillón donde unas horas antes había quedado en circunstancias no muy recomendables… y no pude. Con el derrumbe físico apareció como una nube negra la película de la vida loca que había estado llevando y apareció la angustia… Bueno, llámenlo bajón, si quieren, pero, carajo, ¡cómo se te ilumina la mente! Desesperada, repasé los episodios de los últimos días y entendí que me había re-contra zarpado y que destruir mi pequeño universo no iba a cambiar nada, mucho menos a solucionar el hambre o las injusticias en el mundo. Durante horas sentí la verdadera llegada del Juicio Final: mis amigos me estarían odiando, mi  cerebro tendría ya millones de neuronas menos (¡menos aún..! ) y la piel se me estaba cayendo a pedazos por quemarme bajo el sol de la siesta cuando hacían 40 grados… ¡Mierda, la vida era linda, después de todo! Los amigos con sus defectos, la familia con sus sufrimientos, el verdulero con sus verduras picadas, y la gente con sus mentiritas cotidianas, ¡el mundo todo no tenía que acabarse!

Sentí de repente una especie de renacer a la vida. Era un estado raro, estaba CONTENTA,  optimista y llenita de  amor por todo lo que el universo tenía para ofrecerme, las cosas simples de la vida, como las galletitas Criollitas. Tuve que armarme de valor para hacer varias llamadas y tratar de explicar mi comportamiento, sin dar muchas explicaciones, claro, porque ¿quién iba a entenderme? Curiosamente, o tal vez no tanto, la gente  importante seguía a mi lado, nadie estaba tan ofendido y algunos incluso agradecían ciertos comentarios brutales. 24 horas de vida sana y calma, salí otra vez a enfrentar el mundo, esta vez con alegría y pensando que la mejor forma de crear un cambio tal vez no era por medio del caos y la destrucción, sino por medio de una vieja fórmula: más cariño, más ternura, más amor. Por las noches no dejé de divertirme ni de excederme un poco, después de todo, la había estado pasando bastante bien también, y el próximo Fin del Mundo está ahí, a la vuelta de la esquina, cualquier día que algún “experto” haga una nueva interpretación de alguna piedra vieja con dibujitos raros.