Por: Mamá Porno
Llegó
el famoso 21 de diciembre, y pasó. Y no pasó nada. Convengamos que ya todos
sospechábamos que así iba a ser. Desde las primeras horas del famoso día –y era
21 de diciembre hacía horas en otras latitudes– cuando nos levantamos y comprobamos
que todo estaba igual, no nos sorprendió mucho. De ese día, lo más memorable
fue toda la sarta de chistes y comentarios, unos más ingeniosos que otros, que
aparecieron en el feis. Lo demás… lo sabíamos: na’ de na’. Así que todos
contentos, y a la calle con la fuerte sensación de que ese día más que ningún
otro formábamos parte de la aldea global, digo, porque de norte a sur y de este
a oeste, todos hablábamos de la misma pelotudez. ¡Qué chico se ha vuelto el
mundo!
Pero
no todos estábamos de joda los días post-apocalipsis. A algunos seres sensibles
como yo, acá donde me ven, nos quedaron dando vueltas algunas reflexiones y la
firme certeza de que tal vez el mundo sí tenía que terminarse, después de todo.
Porque, honestamente, ¿qué carajo nos dejó “haber sobrevivido”? ¿Acaso cambió
algo? Durante escasos días la gente anduvo buena y feliz, agradecida porque la
tierra seguía bobamente su rotación y su traslación y porque no hubo ni Juicio
Final, ni Sodoma y Gomorra, ni Diluvio, ni plagas de insectos. El 24 todos con
sus pilchas nuevas, su bling- bling y a morfar pantagruélicamente para
levantarnos al otro día rodeados de regalos navideños –probablemente nada que
necesitemos ni nos brinde siquiera un cachito más de felicidad ¡o PAZ..! Y
después, ¿qué? Quién se preparó para que no pasara nada y el mundo siguiera
exactamente igual a como estaba antes, es decir, para el ORTO, acepción de la
palabra no contemplada por la Real Academia, atención, pero que significa
CULO.
Yo,
por eso, decidí que si el Juicio Final no venía a mí, como la montaña a Mahoma,
iba a ir yo a buscarlo, o sea, si el mundo no se había terminado solito, lo iba
a tener que destruir yo misma. Entendí que
la estrategia en pos del apocalipsis debía empezar por mí misma, como ocurre
siempre con los cambios. Aprovechando que los días posteriores al no-final del
mundo mi cuerpito físico se hallaba en latitudes cálidas, por no decir
calientes, empecé por darme durante el día unas mansas exposiciones al sol, sol
sin capa de ozono, con garantía de cáncer certificada. Durante las noches,
acompañada por el calor humano de amigos, familiares y otros seres que no
entran en ninguna categoría fácil de definir y/o explicar, me entregué a casi
todo lo que se iba presentando, sin discernir mucho, porque el discernimiento
no cabía en la lógica apocalíptica que había decidido aplicar. La gente se
presenta en la vida de una con tantas formas diversas de intenciones, ¡y
algunas eran tan aplicables a mi propósito destructivo! Algunas sustancias de
esas que embriagan los sentidos en variopintas direcciones contribuyeron a que
yo pudiera pasar varios días de un contacto con el mundo que, digamos, a veces
era como estar caminando por nubes rosadas y a veces se parecía mucho a lo que
yo me imaginaba era la destrucción de mi pequeño mundo.
La
siguiente estrategia que puse en marcha fue la de la honestidad brutal. Para
empezar a crear el caos apocalíptico a mi alrededor, decidí decirle a todo el
mundo exactamente lo que pensaba de todo. Al verdulero le dije que era un ladrón
y que la mitad de los tomates que le vendía a la gente estaban picados. A la
almacenera de la esquina le di claramente a entender que todo lo cobraba tres
veces más caro y que detrás de su batón de viejita inocente se escondía una
zorra. Al taxista le dije –pero recién cuando me bajaba del coche– que era un
baboso y que bajo ninguna otra circunstancia le dirigiría la palabra. A esa
ex-compañera del colegio que apareció haciéndose la simpática le dije que era
una falsa y que igual yo tampoco nunca la había soportado. A mi tía le dije que
todos en la familia sabíamos que era una cornuda y a mi prima le dije que todos
en la familia sabíamos que su marido era un cornudo porque ella se tiraba al
que se prestara. A mis amigas les dije una por una lo que pensaba: gorda,
vieja, ese corte de pelo te queda horrible, tu novio es un imbécil, tu jefe te
explota, frustrada, mala onda, loca histérica, retrógrada, vaga, maldita
burguesa, hippie mugrienta, madre posesiva, frígida, etc. A un ex-amante le
expliqué que nunca me gustó acostarme con él, y a otro que lo único que me
interesaba de él era encontrármelo en la cama. A la pregunta “¿qué tal?”
siempre contestaba la verdad verdadera del momento, a los que mentían “qué
lindo verte”, les decía en la cara “me estás mintiendo” y a los que decían
“feliz año” les daba una lista detallada de todas las razones por las cuales NO
iba a ser un feliz año para nadie.
Durante
una semana anduve así por la vida post-diluviana, destruyendo mi cuerpo, mi
cerebro, tratando de crear caos entre la gente, tratando de aportarle algo a la
Pachamama para que de una vez por todas se decida ¡y este mundo cese de
existir! Pero no porque yo no ame la vida, sino porque mi amor por ella no
alcanza para toda la locura que la arruina irremediablemente… Estaba muy
enojada y convencida de que mi energía negativa tenía que difundirse para
provocar un cambio. Era una acción de protesta, solo que yo era la única que
protestaba.
Mi
campaña solitaria hacia la destrucción iba así, hasta que un buen día el cuerpito
ya no me respondió, un buen día que yo intenté firmemente levantarme del sillón
donde unas horas antes había quedado en circunstancias no muy recomendables… y
no pude. Con el derrumbe físico apareció como una nube negra la película de la
vida loca que había estado llevando y apareció la angustia… Bueno, llámenlo
bajón, si quieren, pero, carajo, ¡cómo se te ilumina la mente! Desesperada,
repasé los episodios de los últimos días y entendí que me había re-contra zarpado
y que destruir mi pequeño universo no iba a cambiar nada, mucho menos a
solucionar el hambre o las injusticias en el mundo. Durante horas sentí la
verdadera llegada del Juicio Final: mis amigos me estarían odiando, mi cerebro tendría ya millones de neuronas menos
(¡menos aún..! ) y la piel se me estaba cayendo a pedazos por quemarme bajo el
sol de la siesta cuando hacían 40 grados… ¡Mierda, la vida era linda, después
de todo! Los amigos con sus defectos, la familia con sus sufrimientos, el
verdulero con sus verduras picadas, y la gente con sus mentiritas cotidianas,
¡el mundo todo no tenía que acabarse!
Sentí
de repente una especie de renacer a la vida. Era un estado raro, estaba
CONTENTA, optimista y llenita de amor por todo lo que el universo tenía para
ofrecerme, las cosas simples de la vida, como las galletitas Criollitas. Tuve
que armarme de valor para hacer varias llamadas y tratar de explicar mi
comportamiento, sin dar muchas explicaciones, claro, porque ¿quién iba a
entenderme? Curiosamente, o tal vez no tanto, la gente importante seguía a mi lado, nadie estaba tan
ofendido y algunos incluso agradecían ciertos comentarios brutales. 24 horas de
vida sana y calma, salí otra vez a enfrentar el mundo, esta vez con alegría y
pensando que la mejor forma de crear un cambio tal vez no era por medio del
caos y la destrucción, sino por medio de una vieja fórmula: más cariño, más
ternura, más amor. Por las noches no dejé de divertirme ni de excederme un
poco, después de todo, la había estado pasando bastante bien también, y el
próximo Fin del Mundo está ahí, a la vuelta de la esquina, cualquier día que
algún “experto” haga una nueva interpretación de alguna piedra vieja con
dibujitos raros.